Un cumpleaños cualquiera
Me gustan los cumpleaños pero rara vez celebro el mío. Incluso, algún año, he llegado a saltarme la tarta y la ceremonia de las velas.
Te preguntarás: ¿por miedo a hacerte mayor? Lo cierto es que no. No creo que a nadie le gusta envejecer (y el que diga lo contrario va de farol) pero es algo que no podemos evitar; cada segundo que pasa somos un poco más viejos. Yo me resigné a la evidencia hace mucho. Para hallar la causa hay que remontarse muy atrás en el tiempo.
Mi madre se vio forzada a sacarnos adelante a mi hermano y a mí sin ayuda. La vida, a veces, es así. Mi recuerdo de ella en aquella época siempre va asociado al trabajo; trabajo sin descanso. No utilizaré la manida expresión “de sol a sol” porque no le haría justicia; muchas noches no acababa de coser hasta las dos o las tres de la mañana y cuando me levantaba para ir al colegio ya la encontraba otra vez sentada con el hilo y la aguja. Fueron años difíciles y si no pasamos penurias fue gracias a su sacrificio.
En aquella época, no podíamos permitirnos ningún tipo de lujo y celebrar una fiesta de cumpleaños entraba dentro de esa categoría. Por el mismo motivo, aunque muchos niños me invitaban al suyo, solo iba a unos pocos. Durante mi infancia nunca me dieron paga con regularidad pero tampoco me faltó dinero cuando lo necesitaba para ir al cine o comprarme algún tebeo. Los regalos para mis amigos solían salirse del presupuesto así que, yo mismo, por consideración, no pedía dinero para no abusar y poner a mi madre en el aprieto de tener que negármelo.
El año en cuestión que centra esta historia, yo debía de tener nueve o diez, no más. En esa ocasión recibí luz verde para invitar a varios amigos a mi fiesta de cumpleaños. Todos hemos sido niños así que no necesito explicar la emoción que sentí. La noche anterior me costó una enormidad conciliar el sueño y a la mañana siguiente me ocupé de recordar a mis amigos, en el recreo, que esa tarde los esperaba en mi fiesta. Todos me confirmaron su asistencia.
Salíamos a las cinco y veinte del colegio así que los convoqué a las 6 para que me diera tiempo a preparar una sorpresa que había organizado para la ocasión; quizá no me creáis pero con el paso de los años he olvidado de qué se trataba. Mi madre preparó un auténtico festín; había cortezas, patatas, sándwiches, aceitunas, canapés variados, medias lunas con jamón y queso, pasteles, Coca-Cola, Fanta y por supuesto, tarta con velas.
Recuerdo que me dijo: “un día es un día“
A las seis y cuarto aún no se había presentado nadie. Ni tampoco a las seis y media. Cuando dieron las siete empecé a temer que no viniera nadie y comencé a sentirme realmente mal. En la habitación había un gran espejo así que eso me ha permitido recordar con nitidez la imagen de un pequeño Juan, con los brazos y la barbilla apoyados sobre la mesa, contemplando el festín que había preparado su madre para los amigos de su hijo.
No vino nadie, por supuesto.
Lloré. Lloré mucho. A moco tendido, como solo un niño puede llorar en una situación así. Mi madre me abrazó y me dijo que no valía la pena pero, como es natural, eso no me consoló.
Al día siguiente pregunté a mis amigos por qué no habían venido a mi fiesta. Todos me dieron la misma explicación; sus padres no les permitieron ir porque yo no iba a sus cumpleaños y, si un niño no viene a tu cumpleaños y no te regala nada, tú no vas al suyo.
Desde entonces tomaba la tarta y apagaba las velas con mi madre y mi hermano, pero nunca volví a celebrar una fiesta de cumpleaños hasta que cumplí los veinte. Y después de eso, me sobran dedos de una mano para contar mis celebraciones de cumpleaños. Es difícil de explicar; no me apetece. Y punto.
Una vez compartí esta historia con dos de mis mejores amigos, Salomón y Hovik. Para mi siguiente cumpleaños, me prepararon una celebración sorpresa. Hubo comida abundante y alcohol en cantidades ingentes (habiéndola organizado Hovik cualquier otra cosa sería impensable). Lo pasé en grande y acabamos metidos dentro de la fuente de Neptuno contemplando el escaso tráfico que circulaba a las cuatro de la mañana.
Aquel veintidós de marzo, estos dos chalados me hicieron sentir como un niño y recuperé de golpe treinta y cinco años perdidos. No saben cuánto se lo sigo agradeciendo
Dos cosas he aprendido de aquel otro veintidós de marzo de hace casi cuarenta años: la primera, que el daño que se le causa a un niño puede dejar secuelas mucho más graves de lo que imaginamos. Y la segunda, que cuando un niño se comporta como un capullo, la culpa suele ser de sus padres, que son gilipollas.
Creo que esa es la razón por la que los niños no quieren crecer: porque comprenden que, muchas veces, los mayores dan asco. Por eso mis amigos Hovik y Salomón se han negado a crecer.
Conmigo, ya somos tres.
Feliz cumpleaños, cuando quiera que sea el tuyo, amigo lector.