
Cuéntamelo otra vez
El doctor Grüber sabía que su paciente necesitaba unos minutos para sentirse cómoda antes de empezar a hablar. Sentada frente a él, la mujer echó una mirada furtiva a un jarrón de cristal que contenía un ramillete de flores silvestres. El psicólogo anotó en su cuaderno la ropa que llevaba puesta ese día, pantalones vaqueros de color amarillo y camisa verde, y la comparó con la de las últimas sesiones.
—¿Cómo te encuentras, María?
—No muy bien.
—¿Por qué has elegido la combinación de colores que llevas hoy?
—Me hace sentir bien. Me infunde energía — volvió a mirar de soslayo al jarrón.
—¿Hay algo que te preocupe? Me he fijado en que algo ha llamado tu atención en esa dirección.
—Las flores…
—¡Debería haberme dado cuenta! — el doctor Grüber se levantó, abrió la puerta del despacho y entregó el jarrón a su secretaria. Al regresar tras el escritorio, se disculpó —¡Ha sido una torpeza por mi parte! Hacía tanto que no nos veíamos…
—No son de las que se compran en una floristería — musitó ella.
—No, las recogió mi hija el fin de semana pasado. En el jardín de su casa — se apresuró a aclarar.
—Son bonitas pero me traen malos recuerdos — la mujer bajó la cabeza —. Si aquel día no me hubiera entretenido recogiendo flores, quizá habría evitado lo que ocurrió después.
—Eso no puedes saberlo.
—¡Habría llegado a tiempo!
—Han corrido ríos de tinta sobre tu caso; muchas cosas de las que se han escrito son ridículas. Lo único cierto es que el hombre que os atacó era un depredador.
—¡Yo le dije adónde me dirigía! No debí hacerlo. Era un extraño y confié en él.
—María, tú eras una niña extrovertida. La primera vez que hablamos, me contaste que le caías bien a todos, aunque apenas te conocieran. No debes culparte por lo que sucedió —el doctor Grüber sabía que algunas víctimas de agresiones sexuales buscaban en sus actos una justificación para la tragedia que habían vivido, aferrándose a la ilusión de que habría estado en sus manos evitarla —. No nos veíamos desde el pasado otoño… — el psicólogo consultó su agenda para corroborar el dato — ¿Ha sucedido algo que quieras contarme? ¿Qué te ha empujado a venir? ¿Está relacionado con la llegada de la primavera?
La paciente resopló. El doctor Grüber poseía la extraña capacidad de adelantarse a sus pensamientos.
—Más bien con el verano — contestó —. Llevaba una temporada bastante tranquila, ¿sabe? Incluso había vuelto a probar la miel… — se pasó la mano por el cabello y se lo recogió detrás de la oreja, en un gesto que repetía con frecuencia —. Pero mi marido está haciendo planes; se le ha metido en la cabeza que alquilemos una caravana para recorrer la ruta de los castillos del Loira. ¡¿Puede haber una idea más estúpida?!
—Yo hice ese viaje con mi esposa hace más de una década. Es una maravilla.
—¡Dormiremos en un aparcamiento! ¡No sabemos nada de la gente que se queda en esos lugares! Podrían atacarnos en plena noche.
—También lo ignoras todo de quienes suben al mismo autobús que tú y no por ello dejas de tomarlo.
—¡No es igual! — María apretó los puños, impotente — ¡No voy a permitir que mis hijos se adentren en el bosque! ¡Son muy pequeños!
—Tú estarás cerca para cuidar de ellos — el doctor Grüber cruzó las manos sobre la mesa e intentó infundirle serenidad con su tono de voz —. Y tu marido, también.
—¿Igual que mi madre me protegió a mí?
El psicólogo sabía que esa herida seguía abierta y que su paciente se estaba desangrando a través de ella.
—Vivíais en un pueblo tranquilo, María. Habías recorrido ese mismo camino cientos de veces… Cuando te envió a ver a tu nana, jamás pudo imaginar que un prófugo de la justicia se había ocultado en el bosque.
—¡Yo tenía once años! No debería haberme dejado ir sola.
—Sigues enfadada por lo que sucedió, pero no es justo que responsabilices a tu madre de tu desgracia. Solo hubo un culpable y pagó con su vida por sus actos.
María echó a llorar. Se fijó en el reloj de cuco que colgaba de la pared. Siempre estaba parado. Supuso que el psicólogo no quería que sus pacientes calcularan el tiempo que les quedaba de consulta. Quizá eso les impidiera hablar con libertad… No entendía muy bien en qué consistía su trabajo, pero jamás habría llegado hasta allí sin la ayuda del doctor Grüber. A pesar de que el reloj le parecía una horterada, sus pequeñas figuras tirolesas pintadas a mano le producían cierta sensación de tranquilidad; el cuidado detalle con el que estaban talladas transmitía el amor que el artesano había puesto en ellas.
—¡Ese monstruo supo ganarse mi confianza! — sollozó —. Me creía una niña lista, eso decían todos, pero fui tan estúpida como para escucharlo. Era muy persuasivo. Le dije dónde vivía mi abuela y que se encontraba sola. Me convenció para que le llevara un ramo de flores. Dijo que le ayudaría a sentirse mejor — se cubrió la cara para ocultar las lágrimas —. Me horroriza pensar que pudiera sucederles algo malo a mis hijos.
—Esa es una de las preocupaciones más abrumadoras que acarrea la paternidad. — El doctor Grüber se tomó unos segundos antes de continuar hablando —. María, ¿te he contado alguna vez la historia del sultán que encerró a su única hija en palacio?
—Sabe que detesto los cuentos.
—El sultán se había quedado viudo hacía poco y temió perder a su hija también. En su afán por protegerla, le prohibió traspasar las murallas del recinto real. Allí dentro estaría segura y lejos de cualquier peligro. Dispuso que los hombres más sabios del reino acudieran a palacio para instruirla, y la colmó de regalos. La princesa era buena y aplicada, profesaba un profundo cariño a su padre y entendía su preocupación. La excelente educación que le procuró despertó en ella una enorme curiosidad por aprender. Una tarde se encaramó al tejado para ver qué había más allá de los límites de su prisión; quería contemplar con sus propios ojos ese mundo sobre el que tanto había leído. Una vez arriba, resbaló al pisar una teja suelta y perdió el equilibrio. No sobrevivió a la caída. — El doctor escrutó a su paciente —. Estoy convencido de que tu marido y tú habéis educado a vuestros hijos de la manera correcta; son conscientes de que el bosque es un lugar peligroso, saben que no deben alejarse ni tampoco confiar en extraños. Pero por más que lo intentes, no podrás protegerlos de la propia vida.
María suspiró. Las palabras del doctor Grüber no le sirvieron de consuelo.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con tu madre?
—Hace tres o cuatro años.
—Piensa que ella también perdió a la suya. Estoy seguro de que no ha pasado ni un solo día sin que haya revivido vuestra tragedia. En el fondo de tu corazón, sabes que también es una víctima de aquel monstruo. Eres una buena persona, María; no hagas que su carga sea todavía más pesada.
Ella desvió la mirada. Había intentado perdonarla, pero algo en su interior se lo impedía.
—¿La llamarás?
—Me lo pensaré.
—Al menos es un avance… A veces resulta útil plantearse una historia que ya conoces desde otro punto de vista; ayuda a entender a los demás. Trata de colocarte en su lugar. ¿Qué vas a hacer con respecto a las vacaciones?
—No lo sé.
—Habla con tu marido. Cuéntale lo que te preocupa. Es un buen hombre y te quiere. Es posible que la solución esté en un punto intermedio. El viaje, en sí, supone un desafío para ti. Debe entenderlo. Dormir en una caravana quizá sea pedirte demasiado. Podéis alojaros en diferentes hoteles a lo largo del camino. La oferta es muy amplia en esa zona. Aunque resulte más caro, ambos ganaréis en tranquilidad. Seguro que le parece bien si se lo explicas.
—Que entienda mi punto de vista.
—Pero no lo conviertas en una batalla.
La cara de María se iluminó. Ni siquiera había parado a plantearse tal posibilidad. Últimamente, todo era blanco o negro para ella.
El doctor Grüber dio por concluida la sesión.
—Ven a verme después de que hayáis hablado.
—Muchas gracias, doctor — se levantó y estrechó su mano — He repasado una y mil veces lo que ocurrió aquel día…
—No hiciste nada impropio de una niña de tu edad.
—Jamás olvidaré la imagen de mi abuela, muerta en su cama. Intenté resistirme pero ese hombre era muy fuerte. Peleé y grité con todas mis fuerzas. Gracias a eso, aquel cazador acudió a socorrerme.
—¿Has pensado en él? También era un desconocido para ti y te salvó la vida. Lo desconocido no tiene por qué ser negativo. Está bien que seas precavida pero no dejes de brindar una oportunidad a lo nuevo que aparezca.
Ella asintió. Su terapeuta siempre se guardaba esos golpes de efecto para el final: la dejaban tambaleándose y hacían que pasara días enteros pensando en sus palabras.
—Prometo no rendirme, doctor.
—Me dijiste que aquella capa te encantaba. ¿Alguna vez has planteado volver a vestir de rojo?
—Nunca.
—Todo llegará.
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JUAN SOLO – CUÉNTAMELO OTRA VEZ – RELATO DESCARGABLE – JUANSOLO.ES
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