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Las tres de la madrugada – Relato descargable

Las tres de la madrugada – Relato descargable
31/10/2016 Juan Solo
Las tres de la madrugada - Relato de terror - Especial Halloween - Juan Solo - Halloween

Este es mi cuarto relato “Las tres de la madrugada“, después de Lealtad, La fiebre y El sombrero.

Puedes leerlo o descargar el pdf pinchando en el enlace que hay al final del texto.

Me intrigaba probar suerte escribiendo un relato de terror, y… ¿qué día más propicio que éste de Halloween?

Te recomiendo que bajes la luz de la habitación, te pongas cómodo y entres de lleno en el juego que te propongo.

¡Felices sustos!

Asegúrate de que el armario está cerrado…

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LAS TRES DE LA MADRUGADA

Estoy pasando una noche agitada. Me he despertado varias veces y no dejo de dar vueltas en la cama. Incluso he tenido que levantarme para ir al baño, algo que en mí no es normal: siempre he presumido de poseer la vejiga de un muchacho de dieciocho años. Bueno, tengo treinta y seis, tampoco soy un anciano…

Estoy divagando.

El reloj de pared del salón da las tres de la madrugada. Mañana debo estar fresco para la entrevista pero soy consciente de que ya es difícil que vuelva a dormirme. No puedo quitarme de la cabeza la forma tan horrible de morir que ha tenido Adriana.

No he asistido al entierro. Su familia no habría querido verme allí.

-No deberías haberte marchado – murmuro en voz alta.

Ni siquiera me dio opción a explicarme. Ella siempre fue muy tajante: o blanco, o negro.

No, Adriana, las cosas no son así. Los seres imperfectos nos hemos acostumbrado a vivir en una escala de grises.

Me hago un ovillo bajo el edredón y trato de despejar mi mente. No soy capaz de apartar la imagen de la guardia civil recuperando el cuerpo de Adriana del fondo del lago. Ella no era buena nadadora. ¿Por qué se alejó tanto de la orilla?

El reloj del salón da las tres.

¿Otra vez?

Antes debía de estar soñando. Nunca me han gustado las pesadillas… ¡¿Pero qué digo?! A nadie le gustan. Tu cerebro se vuelve contra ti y ya ni siquiera puedes confiar en él. ¿Qué será de la pobre gente que pierde la cabeza? ¿Dejan de tener conciencia de sí mismos? ¿Se perciben como un extraño dentro de un cuerpo conocido? ¿O más bien, como ellos mismos ocupando un envoltorio que no les pertenece? Me acuerdo de mi abuelo y de aquella casa… Estaba enamorado de ese viejo reloj de pared. Por eso no me he desecho de él. Pero sí de la figura del ángel que me observaba desde lo alto de la biblioteca. A Adriana le daba escalofríos. Y a mí, también.

El reloj del salón da una campanada. Después, otra. Y por último, una tercera.

Saco el brazo de debajo del edredón y estiro la mano hasta alcanzar el interruptor de la lámpara de la mesilla. Tengo la cabeza embotada. Las formas familiares del perchero, la ventana con la persiana bajada y la silla, de cuyo respaldo cuelga la americana, aparecen ante mí. Centro mi atención en la puerta del armario, que está entreabierta. A través de una rendija, puedo ver varias de mis camisas colgadas de sus perchas. Suspiro. Me espera una noche de vigilia. ¿Qué hora será ya? Vuelvo a apagar la luz y me tapo la cabeza, como si de esa manera pudiera librarme de la losa de remordimiento que me aplasta bajo su peso.

Comienzo a sentirme a gusto…

Y entonces mi cerebro decide divertirse conmigo, igual que un perro con una pelota de goma, y recupera de algún recoveco olvidado de mi memoria la figura de una anciana vestida de negro; lleva la cara cubierta con un velo y, poco a poco, lo retira con una mano huesuda. Las cuencas de sus ojos están vacías y su boca muestra unos dientes agudos y puntiagudos en una sonrisa de lobo. Me destapo de golpe y vuelvo a encender la luz y me incorporo, asustado. Siento el corazón a punto de estallar.

En mi habitación, todo sigue igual. Miro en dirección al armario y veo mis camisas colgando a través de la hoja entreabierta, como no podía ser de otra manera. Abandono el calor de la cama para alcanzar el armario y cerrar la puerta por completo.

-Pareces un crío… – me lamento en voz alta.

Vuelvo a tumbarme y me tapo con el edredón hasta la nariz. Me tomo unos segundos para serenarme, aunque será difícil que logre librarme del rostro cadavérico de la anciana de negro, y apago la luz de la mesilla.

¡Dong!

¡Dong!…

¡Dong!

¡Maldita sea! ¿Qué le ocurre a ese estúpido reloj?

Acciono de nuevo el interruptor y la luz de la lámpara ilumina la habitación. La puerta del armario continúa cerrada.

-¡Bien, ahora sé que no estoy soñando!

Me levanto, me calzo las zapatillas, cojo la bata que se encuentra sobre el banco de madera que hay a los pies de la cama, me la pongo y salgo al pasillo, refunfuñando. La vieja casa de mi abuelo se encuentra en completo silencio. Doy la luz del baño y entro a refrescarme la cara en el lavabo. Eso de pellizcarte para comprobar si estás despierto siempre me ha parecido una bobada; si tu mente es capaz de hacerte creer que vuelas por encima de las montañas o que el diablo viene a visitarte, ¿cómo no va a encontrar la forma de engañarte con algo tan simple?

¿Por qué he tenido que pensar en el diablo?

De repente, temo mirar al espejo por si encuentro algo de pie, detrás de mí. Mantengo la cabeza agachada, con la vista fija en el lavabo, y abro el grifo. El agua está helada. Me salpico la cara varias veces con ayuda de ambas manos. Después, miro al frente y solo hallo mi propio reflejo: el de un hombre agotado que necesita dormir.

¿Y qué esperabas encontrar?

Me quedo allí, varios minutos, imaginando cómo debe de ser que tus pulmones vayan inundándose mientras te hundes en el abrazo helado del lago.

-No tenías que haberte marchado de esa manera, Adriana…

Las parejas, si se aman, pueden resolver cualquier dificultad.

Apago la luz del baño y, cuando me dispongo a regresar a mi habitación, escucho un leve crujido de la madera, como de alguien que camina intentando amortiguar su peso para no hacer ruido.

Son imaginaciones…

Voy al salón y enciendo la luz. Todo está en orden: la mesa, sobre la que descansa el viejo candelabro de plata del que Adriana también quería deshacerse, el sofá con su cubierta de color negro, la librería sin la figura del ángel amenazador…

Escucho con atención durante unos segundos. Nada. Aún así decido comprobar si la puerta de la entrada está bien cerrada y con el seguro echado. Enciendo la luz del pasillo, paso por delante del pequeño cuarto de estar y de la cocina y llego al recibidor. Allí tampoco hay nada extraño. Me doy cuenta de que, por el camino, he encendido todas las luces que he encontrado a mi paso. Mi casa parece una verbena. Imagino que los de la compañía eléctrica sacan un gran beneficio de las pobres personas incapaces de conciliar el sueño.

Te estás comportando de una manera ridícula.

¡Dong!

¡Dong!

¡Dong!

¡Las tres! Vuelvo hasta el salón, casi a la carrera, sin apagar ni una sola luz, y me sitúo delante del desvencijado carillón de mi abuelo. Sus agujas marcan las tres menos cinco minutos.

No han dado las tres. Lo has imaginado.

Siento a mi espalda una leve alteración de la energía estática, como si hubiera alguien detrás de mí. El vello de la nuca se me eriza. Me doy la vuelta, dispuesto a enfrentarme con el horror, pero no hay nadie más en el salón.

¿Por qué te fuiste de esa manera, Adriana?

Su hermano me dijo que, después de descubrir que la estaba engañando, se refugió en casa de sus padres, se encerró en su antiguo cuarto y estuvo varios días sin probar  bocado. Llegaron a temer por su salud…

-Todo podía haberse arreglado, cariño.

Vigilo con la mirada el oscilar del péndulo del viejo reloj y decido esperar allí hasta que den las tres.

¿Cuándo te vas a convencer de que es todo producto de tu mente?

Aún faltan dos minutos para que la aguja llegue a lo más alto, así que decido volver sobre mis pasos y apagar las luces. No estoy para despilfarros. No, hasta que consiga un nuevo trabajo.

Primero la de la entrada, después la del recibidor…

Me parece sentir una leve corriente de aire, detrás de mí, y el corazón se me desboca. Vuelvo al salón corriendo, al mismo tiempo que apago los interruptores que hallo en mi camino. Imagino toda suerte de horrores que estiran sus garras intentando atraparme e incluso creo notar su aliento fétido sobre mi nuca.

Deberías haber ido al entierro de Adriana.

Ya en la seguridad del salón, compruebo que el reloj de pared marca las tres menos cinco.

-¡No es posible!

Mis manos están temblando. Decido no volver a moverme de allí.

El péndulo continúa con su danza acompasada.

Faltan cuatro minutos para las tres.

Dicen que cuando alguien perece ahogado su cadáver se hincha. Imagino el bello rostro de Adriana, desfigurado y amoratado, y siento una profunda lástima por ella.

La casa está tranquila. Si algo me gusta de ese reloj es que el péndulo se desplaza de una manera silenciosa, como un fantasma en la oscuridad del salón.

¡Idiota! ¿Por qué has tenido que pensar eso? ¿No se te ocurría otro ejemplo mejor?

Faltan tres minutos.

Siento frío y me anudo el cordón de la bata con más fuerza, como si eso pudiera solucionar algo.

-No era más que una aventura inocente, Adriana… No tenías que haberte marchado.

Dos minutos.

Imagino un ser informe, de fauces descomunales y hambrientas, deseoso de saciar su voracidad con mi alma. Algo maligno y eterno, tan antiguo como el recuerdo del hombre.

Miro de reojo en dirección al pasillo, que ahora está a oscuras, y me doy cuenta de que el terror se ha adueñado de mis actos.

Ahí no hay nada.

Falta un minuto.

Adriana no dejó ninguna nota. Simplemente nadó, adentrándose en el lago hasta que las fuerzas la abandonaron.

¿Cómo debe de ser morir ahogado?

Faltan veinte segundos para las tres.

Vigilo con atención la danza inexorable del péndulo hasta que la aguja del minutero alcanza el punto más alto de la esfera.

¡Dong!

¡Dong!

¡Dong!

Las campanadas del reloj retumban en el salón como las descargas de un pelotón de fusilamiento. Me sobresalto como si, en el fondo, no las hubiera esperado escuchar. Cierro los ojos y trato de serenar mi respiración, desacompasada. Todo está en calma.

Y entonces, escucho otro leve crujido del suelo. Hay algo detrás de mí. Lleva días sin llover pero el salón apesta a humedad, lodo y muerte. Tengo la carne de gallina pero no me atrevo a darme la vuelta para mirar. Ya no soy capaz de inventar nuevos horrores porque sé que el peor de todos ha venido a visitarme.

¿Cómo debe de ser morir ahogado?

Siento un frío helado que me envuelve. Estoy demasiado aterrorizado para llorar.

-Perdóname… – balbuceo.

-Yo te quería – la escucho decir, con una voz inhumana, emitida a borbotones acuosos.

Y sé que no va a dejarme escapar.

¿Cómo debe de ser morir ahogado?

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También te lo puedes descargar en formato pdf. pinchando en este enlace:

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El sombrero

Lealtad

La fiebre

Las tres de la madrugada

La deuda

Cuestión de supervivencia

Una historia diferente