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La desconocida de la biblioteca

La desconocida de la biblioteca
24/11/2015 Juan Solo
Presentación de Una muerte improvisada en la Biblioteca Lope de Vega de Tres Cantos - Juan Solo - juansolo

Creo en las casualidades; la vida está llena de ellas. A veces son felices y otras, dolorosas.

Cuando alguien me suelta la manida frase de “las casualidades no existen” siempre le pregunto qué pretende decir con ello. La única explicación que suelo obtener es la de que “todo sucede por algo”. ¡Por supuesto que sí! Si estoy en este bar es porque he entrado. Si he entrado es porque sentía sed y me gusta la música que ponen. He coincidido allí con una chica muy interesante porque ha ido acompañando a sus amigos, después de ver una película en el cine. Ella nunca ha pisado ese local antes. Yo, rara vez. Pero esa noche me siento feliz porque mi grabación para Paramount ha salido muy bien y me apetece tomarme una cerveza con mis compañeros. Un amigo nos presenta. Nos enamoramos. Ha resultado ser la mujer de mi vida. Sería muy hermoso pensar que un poder supremo retrasó la grabación para que, aquella noche, coincidiéramos en el espacio y el tiempo, que susurró al oído de nuestro amigo común ir a ese bar y no a cualquier otro, que yo me encontrara especialmente hablador y alegre, que ella fuera seguidora de mi late night Solo ante el peligro… Pero soy mucho más sensato que todo eso. Nos encontramos por casualidad. Aprovecharla ya era cosa nuestra.

A mi modo de entender, la afirmación de que “las casualidades no existen” solo tiene sentido cuando pretendemos justificar nuestros fracasos o el éxito de los demás escudándonos en los caprichos del azar o el destino. No, amigo; cuando hacemos las cosas mal, lo lógico es que el resultado sea malo. Existen excepciones a esta regla pero, en la mayoría de las ocasiones, se cumple. ¡Vaya si se cumple! Echarle la culpa de nuestra ineptitud a la casualidad es algo muy humano, pero injusto. Y además, denota una enorme autocomplacencia.

El viernes presenté “Una muerte improvisada” en la Biblioteca Lope de Vega, de Tres Cantos. A las ocho de la tarde. La hora es importante. Mientras esperábamos a que llegaran los asistentes la directora, una mujer encantadora tal y como se espera de alguien que dedica su vida a los libros, me presentó a una señora. La buena mujer había acudido al mostrador, a las ocho menos diez, preguntando por mi novela; una amiga se la había recomendado de manera muy insistente. Me pareció entender que no era la primera vez que intentaba retirarla pero solía estar prestada. El personal de la biblioteca le explicó que daba la casualidad de que el autor del libro estaba allí mismo para presentarlo en el salón de actos de la planta baja en cuestión de diez minutos.

Así fue como esa señora, una completa desconocida se unió al acto que presentamos Ángel Arias, profesor de literatura en la Facultad de Criminología, y un servidor. Procuramos que la charla fuera amena, alejada de citas pedantes y autorefencias aún más cargantes. Como no podíamos destripar las claves del argumento, nos centramos en la construcción de una novela de misterio, lo relevante que fue para mí contar con el asesoramiento de la policía, y lo fácil que resulta matar a otra persona si se posee la determinación necesaria.

Todo muy inquietante.

Cuando acabó el turno de preguntas, charlé un rato con los asistentes y, para felicidad de la gente de mi editorial (Cloverdale – Vaughan Systems), se vendieron algunos libros. Busqué un par de veces a la mujer con la mirada pero había desaparecido.  Dos minutos antes de que nos marcháramos, surgió de la nada (al menos para mí, que no estaba pendiente de la puerta). Traía la respiración entrecortada y el rostro arrebatado.

-¡Hola! – me saludó, jadeante.

– ¡Hola! ¿Qué te pasa? – le pregunté, extrañado. Creía que la charla había sido interesante pero no tanto como para quitarle el aliento.

– Había salido sin el bolso y he ido corriendo a casa para coger dinero y comprar el libro.

En ese momento, luciendo unas dotes comerciales que harían que mi editor se llevara las manos a la cabeza, le pregunté:

– ¿Pero no ibas a cogerlo de la biblioteca?

– Ya, pero lo que habéis contado me ha parecido muy interesante y este quiero tenerlo en casa.

Se lo dediqué; la desconocida se llama Elisabeth.

Si hubiera elegido cualquier otro momento para pasarse por la biblioteca, no me habría encontrado allí; si yo hubiera firmado menos libros esa tarde (o si no me gustara tanto hablar con quien ya lo ha leído),  no le habría dado tiempo a ir y volver de su casa antes de que yo me marchara… Por no hablar de la infinidad de variables que rodearán su vida y desconocemos.  Lo cierto es que ella se marchó feliz con su ejemplar bajo el brazo.

Pero no tanto como yo.

Que un lector te escriba unas líneas contándote cuánto le ha gustado tu novela, te llena de orgullo; que se lleve tu libro de vacaciones y te mande una foto con él desde un lugar remoto, te parece algo mágico. Pero que esta amable señora se diera la carrera para poder tenerlo dedicado… Esas cosas son las que te hacen creer en ti mismo.

Creo en las casualidades. La vida está llena de ellas. Y, a veces, son felices.